Estoy en casa. Me rodean las mismas paredes de toda mi vida.
Mis dibujos en la pared, mi guitarra en un rincón, la voz de mi mamá paseando
en el pasillo, las plantas verdes, la cama tibia, el frío afuera y el aroma cálido
del hogar dentro. Pero ya no es lo mismo. Todo aquí me sabe ajeno, le
perteneció a alguien más
¿Qué saben estas paredes de todo lo que he ahogado estos
meses en mi corazón? Ya no tengo hogar. No aquí. Me fui hastiada de beber día a
día las miradas de reproche y de sentir ese frustrante sabor a fracaso. Estas paredes
saben eso, pero nada saben de mis sonrisas bajo los soles, ni de esos cerros
dorados y ocres entibiando mi alma, mucho menos saben de los silencios que tejí
mientras me fui fundiendo con la arena, ni de la lluvia triste que anegó mi
corazón.
Estas paredes hacen eco de voces que no reconozco y mi
guitarra parece llorar. Yo trato de consolar sus meses de abandono acariciando
acordes, sabiendo que consuelo un pedazo de mi alma que yacía aquí tirada agonizante
junto a esas cuerdas desafinadas por el desuso.
Aquí la rutina me sabe a desconocida. Aquí todo es diferente
aun siendo igual. Es en realidad esa Daniela triste, que llenaba los vacíos de
esta casa con su voz melancólica, la que no ha vuelto. Ahora sé, que aun cuando
al bajar del bus me cobijó ese frío reconfortante tan amigo de la gente
del sur, nunca más pediré lluvia. No pude extrañar a mi madre.
Ya no pertenezco aquí, ni a estos verdes. En mi corazón sé
que no habría venido si no fuera por mi hijo. En el fondo un suave sabor a
desesperación me acompañó mientras subía al avión y me alejaba de la suavidad
de su paisaje y viví un horror inexplicable cuando vi esos montes verdes y sentí
ese olor a humedad entrarme al pecho, entonces me pregunté qué hacía tan lejos…
¿Dónde están mis montes multicolores? ¡Estoy tan lejos de
sus rocas y arenas!
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