Rodeada de masoquistas ritos que sin compasión de mis piernas que se han hecho papel, o de mis brazos transformados en plomo, me obligan a soportar de pie aquellos consuelos estériles
para aquel dolor que no se puede llorar.
La muerte y la maldad coludidas en un mismo negro, vestidas con el mismo saco, adornan una luvia de sinsentidos que riega un afecto estéril
por una flor que no fue alabada, hasta que fue marchita.
Y mientras la fiesta se viste de hipocresía, mis oídos sangran por cada palabra que no escucharon, mis
huesos se rompen al colisionar con ese silencio eterno.
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